Aquella tarde al
mediodía me fui a comer un sándwich a la plaza para matar mi hambre en el
horario de almuerzo.
Entre
columpios, toboganes y arena, se encontraba un grupo de niños jugando a las
escondidas. Corrían, reían en su mundo natural y sin ningún mal. Y eso
me lleno de bien estar.
De
repente, uno de esos chicos me empezó a sonar muy familiar. Su color de pelo,
su corte taza, su suéter rojo. Ese chico me hacia acordar a mí cuando tenía 4
años.
Comencé a
recordar mi infancia, mis juegos, mis juguetes. Esa vida sin responsabilidades donde
el odio, la traición y la maldad no existían. Y me puse a pensar qué le diría a
ese nene si fuera yo. ¿Qué consejo me daría a mí mismo de chiquito? ¿Qué le
diría acerca de mi futuro? Seguramente que tenga cuidado con cierta gente, con
ciertos trabajos, con ciertas mujeres, con ciertas decisiones apresuradas o con
ciertas “amistades”. Que el mundo no era un lugar tan hermoso como lo cree un
niño y que la vida de adulto está plagada de injusticias. Lo alertaría, lo
aconsejaría.
En un
momento este chico, mientras seguía jugando a las escondidas, me mira y me
saluda detrás de un árbol. Yo le devuelvo el saludo, pero por hacerlo, delato
su escondite. Es descubierto por su compañero al grito de: “¡Pido para Luis!”
¡Se
llamaba igual que yo! ¡Qué casualidad! No sólo era igualito a mí sino que se
llamaba de la misma manera. Entonces fue cuando lo miré fijo y se me cayó el
sándwich por la mitad. ¡Ese chico era yo! ¡Era yo con 4 años!
No sabía
qué hacer. Era el momento ideal para aprovechar y realizar mi deseo de
alertarlo del mundo de los adultos. No lo dudé más, me paré y salí corriendo hacia
él.
Me senté
en el arenero lo más cerca que pude, y sin mediar mucha confianza, comencé a
hablarle de la vida de adulto que le esperaba. Poca atención me regalaba, pero
no iba a desperdiciar la oportunidad de darle todas las ventajas para que no
sufra tanto como yo sufrí. Tenía que lograr que pudiera acordarse de mis
consejos; y que acepte aquel trabajo del cual se arrepentirá de no hacerlo; que
renuncie rápidamente de aquel otro que tanto stress le va a traer; que administre
mejor el dinero; que gaste más dinero; que no se enamore de aquella mujer que
le terminará rompiendo el corazón; que le pida que no se vaya al amor de su
vida; que le dijera más “te quiero” a sus padres y hermanos; que no sea tan mezquino con los abrazos; que no pierda tanto
tiempo en animarse a hacer las cosas que lo hacen feliz y cosas por el estilo.
Pero llegado
un momento, me di cuenta que estaba hablando sin parar, y que lo estaba
haciendo solo. El plan no estaba funcionando como lo había deseado, y la frustración
me estaba saludando desde lejos.
¡Pero
claro! Si le estaba llenando de consejos de adultos a un niño. ¿Cómo iba a
pretender que fuera a entender o interesar mis palabras? Entonces callé
resignado y me quedé mirando la arena sin moverme; cuando después de un largo
silencio, él niño habló por primera vez, me miró y me dijo: “¿Querés jugar?”
Jugamos
toda esa tarde. No volví al trabajo, me olvidé; como me había olvidado lo que
era correr sin ningún motivo más que el de sentir el viento en la cara; como me
había olvidado de no sentir miedo al trepar un árbol; como me había olvidado lo
que era no tener vergüenza y no depender del qué dirán; como me había olvidado
de reír y reír jugando; como me había olvidado lo que era ser niño…Como me había
olvidado de ser yo mismo.
Pensar
que era yo el que lo tenía que salvar del futuro con los problemas del adulto,
pero terminó siendo él, el que me terminó salvando de mi presente con los placeres
del niño.
En un
momento desapareció y nunca más lo volví a ver. Nunca le pude decir que yo
sabía quién era él, pero estoy seguro de que él sí sabía quién era yo, porque
mi vida cambió a partir de aquella tarde.