viernes, 11 de marzo de 2011

Mi bella dentista

Ir al dentista de niño era mi pesadilla. Había pocos motivos que podían convencerme en ir. Quizás un juguete, un alfajor, ir a la plaza y demás sobornos infantiles. Pero hubo una época en que ir al dentista no me costaba en absoluto, no hacía falta ningún motivo, porque el motivo mismo estaba en ir.
Ella era la dentista más hermosa que había visto. Y era mía, era mi dentista. Por primera vez en mi vida me ponía feliz saber que tenía una carie. Esperaba con ansias que ella dijera mi nombre a medio cuerpo asomándose al pasillo, donde aguardaba junto a mi madre.
En general los primeros enamoramientos de un hombre son con su maestra, pero yo me había enamorado de mi dentista. Que mala elección, si quería evitar el sufrimiento…
Ella era joven y rubia. Me daba charla y siempre me regalaba un chupetín cuando terminaba nuestro encuentro. Dulce y delicada. Imposible no enamorarse de mi dentista.
Un día entro a su consultorio y me siento (saltando) en la silla del paciente. Feliz esperando que sus manos rocen mi rostro por accidente al ponerme el babero de dentista. Pero esa tarde fue diferente. Todo empezó cuando sus primeras palabras fueron: “Hoy puede ser que te duela un poco, pero si sos valiente y resistís, tengo un regalo especial para vos”.
Que fuertes palabras para un niño enamorado. Pedirme que fuera valiente fue la prueba de amor que todo caballero debe cometer para conquistas a su amada. Me puso a prueba y no podía fallarle. ¿Qué clase de caballero sería si me quejaba del dolor?
Lloré del dolor. O por lo menos lagrimeaba e intentaba evitar el sufrimiento con movimientos bruscos de mi cabeza. Mi estrategia era evitar que notara mis lagrimas, evitar que se diera cuenta que su caballero no soportaba un simple arreglo de caries.
Increíblemente al terminar me felicitó. Mi estrategia funcionó, pensé. Y, como me había prometido, fue a buscar mi premio.  Abrió el cajón del escritorio, mientras me secaba los restos de lágrimas que quedaban, y  me entregó una medalla que decía: Primer puesto. Más contento no podía estar. Eso significaba que yo era su paciente número uno, el más valiente y el más próximo a poder conquistarla. Era una gran señal. Todo estaba funcionando a la perfección, hasta que se me ocurrió ser curioso.
Mi hermosa dentista dejó el cajón abierto, y no tuve peor idea que espiar. Al asomarme me encuentro con que el mismo estaba lleno de medallas. Agarré una al azar y al girarla decía: Primer puesto. ¿Cómo puede ser, si la medalla del Primer puesto la tengo yo? Pensé. Agarré otra medalla, y al darla vuelta decía: Primer puesto. Todas las medallas eran Primer puesto. Me sentí engañado. Un pobre y triste engañado.
Salí del consultorio con mi medalla colgando. Al llegar a la esquina, y sin decirle nada a mi madre, arrojé la medalla a un tacho de basura. Llegué a mi casa con un sabor amargo a desilusión, desilusión amorosa.

Esa tarde de niño aprendí mucho del amor. Aprendí que el dolor, el engaño y la desilusión son 3 actores, tan principales en toda relación, como el amor mismo. Y que seguramente los volvería a encontrar. Y también aprendí que me tengo que cuidar de las mujeres, cosa que de grande todavía no logré…Quizás por no tener la intención de hacerlo.


viernes, 4 de marzo de 2011

Carta de amor de un distraido

Se ve que no le importó ni un poquito mi reputación. Un completo tarado. Mis chistes pasaron, de ser malos, a ser utilizados como amenaza por otros. Y me olvido todo dentro de la heladera. Un completo tarado.
¿Por qué no me avisó que me había enamorado de usted?  ¿Se divertía?
Y encima me vengo a enterar que todos ya se habían dado cuenta por lo obvio que era. ¡¿Antes que yo?! ¡Qué papelón!
Al final me tocó enterarme último, cuando sin querer,  hoy se me escapó un “Te quiero” hacia usted.

Siempre tarde yo…


Luis Médici


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