lunes, 27 de septiembre de 2010

El motivo siempre es hoy

Nuestro ideal de pareja cambió mucho desde nuestros primeros enamoramientos hasta la actualidad. Ya no nos enamoran las mismas personas que lograban enamorarnos cuando éramos más jóvenes. A medida que vamos creciendo y conociendo personas, los motivos que nos llevan a enamorarnos de alguien van cambiando.

Por ejemplo, al principio y durante nuestros primeros enamoramientos, bastaba con que sea linda. Luego nos llevamos la sorpresa de que también es importante poder hablar con ella y sentirse cómodo. Entonces que sea una persona linda ya no nos garantizaba el poder enamorarnos, necesitábamos además, tener algo en común. Aparece la importancia del humor, la inteligencia, la ideología y demás. Por lo tanto el ser linda pasó a ser un motivo con menor peso, y su forma de pensar, entró como un nuevo motivo.
Y así, a medida que vamos creciendo,  los motivos que nos llevan a  enamorarnos de alguien van mutando. Se van agregando motivos nuevos, quitando viejos y modificando existentes.

Los motivos que nos llevan a enamorarnos de alguien van cambiando a medida que conocemos personas. Toda persona con la cual salimos modificó nuestros motivos de enamoramiento. Si tenía algo que nos encantaba seguramente lo agregamos como motivo, y si tenia algo que nos molestaba, seguramente lo quitamos como motivo para poder enamóranos de alguien.
Por lo tanto son nuestros ex´s los que nos ayudaron a armar nuestros actuales motivos de enamoramiento. Porque son ellos la única experiencia en el amor que tenemos. Son los ex`s, con sus cosas buenas y malas, los que nos hacen ver con buenos ojos a la candidata actual. Y son los ex`s de ella, los que nos dan la chance de que ella nos mire con buenos ojos también.

Entonces cuando decimos que nos gusta alguien, estamos diciendo que HOY nos gusta esa persona. No siempre, no ayer, no mañana, sino HOY, porque HOY cumple con nuestros actuales motivos de enamoramiento.


P.D.: El HOY puede durar muchos, muchos días.

foto: Piergiorgio Branzi

martes, 14 de septiembre de 2010

El regalo de Julieta

No tengo hijos, mis hermanas no tienen hijos y mis amigos no tienen hijos. Lamentablemente mi contacto con los niños es muy escaso.

Un compañero de la facultad festejaba su cumpleaños en su casa, donde fui uno de los invitados. Al llegar me recibe una mesa larga vestida de cena. Sentados, alrededor de ella, se encontraban otros compañeros de la facultad, amigos y familiares del cumpleañero.
Pero el cumpleaños no iba a ser uno más del montón. Algo me llamó la atención, un detalle del cual no tenía ninguna expectativa ni noción, un detalle que no formaba parte de mis salidas cotidianas: Una pequeña niña, una pequeña niña que sería parte de nuestra reunión.
Julieta era una hermosa nena de tan solo 5 años que no se separaba de sus crayones y hojas blancas. Tenía un vestido blanco y unos zapatos que hacían juego, pero que se encontraban desparramados por el living, ya que ella prefería la comodidad de sentir donde estaba parada. Sus bucles también hablaban de ella, ya que no se dejaban atar  por la cinta blanca con bordado, que también hacia juego con toda su ropa. Julieta era hija de una de las invitadas, pero que poca noción tenia de eso, ya que rápidamente se convirtió en el centro de nuestro universo.

Saludé a todos los presentes, y cuando me acerqué a saludarla a ella, no me prestó ni la minina atención. Me dio tanto miedo otro rechazo, que no volví a insistirle y me senté en la mesa. 
Me sentí mal porque veía como todos podían interactuar con ella de manera tan fácil y yo no. Veía como ella respondía a sus llamados y a sus juegos y conmigo no.  ¿Sería porque no tenía experiencia con niños o simplemente porque era un incapaz de interactuar con ellos?

La cena comenzó, la noche siguió y el cumpleaños tomó vuelo. La comida era deliciosa, y las charlas no se quedaban atrás. Poco a poco pasamos al postre y así al café. Habían pasado horas desde ese accidentado encuentro con la niña, hasta que alguien me preguntó: “¿Y vos como te llamas? Al girar la cabeza noté que Julieta se había sentado al lado mió en algún momento y no lo había notado. “Mi nombre es Luis”, le dije, y ella me respondió con una hermosa pregunta: “¿Y cómo se escribe tu nombre?”.
Tomé uno de sus crayones de color y escribí en su blanca hoja: “LUIS”. Apenas terminé de hacerlo, y casi como un relámpago, agarró la hoja y se fue corriendo. Sentí que había sido mi oportunidad de acercarme a ella y que no había hecho lo suficiente.
Seguí con mi café y mis charlas, cuando de repente, alguien me dice: “Ya aprendí a escribir tu nombre”. En aquella hoja blanca se leían varios “LUIS” en señal de que se distanció de mí para poder practicar mi nombre. Desde ese momento se quedó conmigo para que le enseñe a escribir  los demás nombres de los presentes.

En algún momento se acercó su mamá para saber en que andaba su pequeña niña y ambos le contamos de nuestra actividad. La madre se sorprendió y decidió realizar un pequeño juego para que su hija se luzca con lo aprendido. El juego consistía en que la pequeña debería adivinar el nombre del invitado que la madre le señalaría con su dedo.
Julieta no se pudo lucir realmente, era mucha información de golpe para una niña de tan sol 5 años. Pero si existía alguien con el cual ella podría lucirse, era conmigo y mi nombre.
Después de algunos errores de Julieta, la madre apunta su dedo hacia mí. No podía fallar, ella sabía mi nombre, ella me lo había preguntado, yo se lo había enseñado, ella lo había practicado y habíamos pasado horas jugando juntos. Pero Julieta se equivocó, no dijo: “Luis”, dijo: “Papá”.

Inmediatamente la madre la corrigió aclarándole que yo no era “Papá” sino “Luis”, y obviamente el juego llegó a su fin. Nunca nadie me había dicho Papá.
Después la madre se acercó, y con mucha vergüenza, me pidió perdón por lo sucedido. Obviamente le dije que no hacia falta y que para mí había sido un gesto muy dulce.
Yo no conocía a la madre ni a la niña hasta ese día, así que no sé si el padre existía o que protagonismo tenía, pero se ve que mucho no.

Pasado el “mal entendido”, me quedé un rato más en el cumpleaños hasta que decidí retirarme. Empecé saludando a los adultos, pero no le tomó mucho tiempo a Julieta entender que me estaba yendo.
¿Cómo explicar una escena en la cual una niña de 5 años viene llorando a abrazarte para que no te vayas?
No me podía ir, simplemente no podía. Esperamos unos segundos hasta que la mamá mirándome, de manera cómplice, dice: “No llores Julieta, que él vuelve. Va al kiosco y vuelve ¿No es cierto Luis?”. Nunca una simple y piadosa mentira me costó tanto.
Mientras bajábamos por el ascensor, mi compañero se sorprendió de que Julieta no me hubiese regalado un dibujo después de tan afectiva despedida. Y tenía razón, Julieta no me regaló ningún dibujo, pero me regaló otra cosa, algo original y que jamás olvidaré, me regaló un: “Papà”.
Julieta me regaló el poder sentirme Padre, aunque sea, lo que dura un mal entendido.



miércoles, 8 de septiembre de 2010

¿Cómo puedo?

¿Cómo puedo describir los besos, si todavía no me has besado?
¿Cómo puedo justificar la timidez, si todavía no me has mirado?
¿Cómo puedo entender la locura, si todavía no me has tocado?
¿Cómo puedo definir mi suerte, si todavía no me has encontrado?
¿Cómo puedo escribir sobre tu recuerdo, si todavía no te he olvidado?
¿Cómo puedo hablar de amor, si todavía no me has amado?

Luis Médici

Foto: Luis Médici

Última foto

El domingo pasado hubo una reunión familiar en la casa de mis abuelos. En un principio era el plan digno de un domingo familiar común y corriente, pero este cambió cuando me enteré que el propósito del encuentro, era ver unas diapositivas familiares.

Al llegar tíos, abuelos, padres y hermanos ya estaban sentados en sus lugares esperando para ver las fotos, como en el cine uno espera por la película. Sillas no quedaban, pero un almohadón me sirvió para poder sentarme cómodamente en el suelo duro.

El abuelo, casi como el líder de la manada, decidió que era momento de ver las fotos y apagó las luces. Reinó un silencio casi absoluto, que solo se rompía con detalles que solo él aportaba.
Las fotos hablaban de su vida. Eran fotos que nadie había visto antes. Eran historias que nadie había escuchado antes. Eran lugares que nadie había visto antes. Eran personas que nadie había conocido antes. Era su vida contada por él y sus fotos. Sus casas, sus amigos, sus novias, sus aventuras, sus anécdotas…su vida.
Pero una foto tuvo más protagonismo que otras. La foto era de dos jóvenes en traje de baño abrazados sobre la orilla del rió Paraná. Mi hermana preguntó: -¿Quién ese muchacho que te acompaña abuelo?” -“Ese era Robertito…” murmuró el abuelo, y solo nos quedo esperar para que nos cuente quien era. “Ese hombre fue mi gran amigo” agregó, para luego rematar con: “y me salvó la vida a cambio de la suya”. No sé cuanto tiempo nos quedamos callados, pero el silencio dominó el momento, que de a poco, se fue vistiendo de emoción con alguna que otra lágrima, que todos tratábamos de disimular.
Mi abuelo y Robertito nadaban en el rió Paraná para disfrutar del nado y para sorprender a las muchachas. Era muy común que los jóvenes demuestren su hombría con peligrosas pruebas de nado en el traicionero río. Pero una tarde lo peligroso se torno protagonista, y ante una demostración, mi abuelo se atoró con algunas algas y no pudo mantenerse a flote. Robertitio, que competía contra él, nadó para ayudarlo. Mi abuelo regresó a la orilla apenas respirando, Robertito no.

Esa diapositiva, que llevaba ya varios minutos puesta, fue de ese mismo día.
Es notable como una persona sigue viva en una foto, y como mi abuelo lo sacó de la misma para que todos supiéramos, que ese extraño que nadie conocía, era casi parte de la familia.
Pero lo que me dejó pensando fue cuando mi abuelo dijo: “Esa es la única foto que existe de él”. 
¿Y si esa foto no existiera, mi abuelo nos hubiera contado de él? ¿Mi hermana hubiera tenido una excusa para preguntar sobre aquel extraño?
Me quedó la sensación de que el día que esa foto desaparezca, también desaparecerá el recuerdo de que existió un Robertito.

Volviendo a mi casa pensé en mí. Llegué a la conclusión de que llegará el día en que esa última foto, en la que permanezca inmortalizado mi ser, desaparezca. Y ya ningún familiar curioso tendrá un pretexto para que me hagan volver.
También llegará ese día en que  mis obras se desintegren, se pierdan o se vendan en un mercado de pulgas al mejor postor. Y  recién ahí dejaré  de existir realmente, como antes de haber nacido. Llegará un momento en donde mis propios descendientes no sabrán de mi existencia y mi nombre no cobrará sentido alguno.
Mientras tanto intentaré que mis fotos tengan, en un futuro, un motivo para que un bisnieto crea, que detrás de aquel extraño, haya una historia que contar.


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