No tengo hijos, mis hermanas no tienen hijos y mis amigos no tienen hijos. Lamentablemente mi contacto con los niños es muy escaso.
Un compañero de la facultad festejaba su cumpleaños en su casa, donde fui uno de los invitados. Al llegar me recibe una mesa larga vestida de cena. Sentados, alrededor de ella, se encontraban otros compañeros de la facultad, amigos y familiares del cumpleañero.
Pero el cumpleaños no iba a ser uno más del montón. Algo me llamó la atención, un detalle del cual no tenía ninguna expectativa ni noción, un detalle que no formaba parte de mis salidas cotidianas: Una pequeña niña, una pequeña niña que sería parte de nuestra reunión.
Julieta era una hermosa nena de tan solo 5 años que no se separaba de sus crayones y hojas blancas. Tenía un vestido blanco y unos zapatos que hacían juego, pero que se encontraban desparramados por el living, ya que ella prefería la comodidad de sentir donde estaba parada. Sus bucles también hablaban de ella, ya que no se dejaban atar por la cinta blanca con bordado, que también hacia juego con toda su ropa. Julieta era hija de una de las invitadas, pero que poca noción tenia de eso, ya que rápidamente se convirtió en el centro de nuestro universo.
Saludé a todos los presentes, y cuando me acerqué a saludarla a ella, no me prestó ni la minina atención. Me dio tanto miedo otro rechazo, que no volví a insistirle y me senté en la mesa.
Me sentí mal porque veía como todos podían interactuar con ella de manera tan fácil y yo no. Veía como ella respondía a sus llamados y a sus juegos y conmigo no. ¿Sería porque no tenía experiencia con niños o simplemente porque era un incapaz de interactuar con ellos?
La cena comenzó, la noche siguió y el cumpleaños tomó vuelo. La comida era deliciosa, y las charlas no se quedaban atrás. Poco a poco pasamos al postre y así al café. Habían pasado horas desde ese accidentado encuentro con la niña, hasta que alguien me preguntó: “¿Y vos como te llamas? Al girar la cabeza noté que Julieta se había sentado al lado mió en algún momento y no lo había notado. “Mi nombre es Luis”, le dije, y ella me respondió con una hermosa pregunta: “¿Y cómo se escribe tu nombre?”.
Tomé uno de sus crayones de color y escribí en su blanca hoja: “LUIS”. Apenas terminé de hacerlo, y casi como un relámpago, agarró la hoja y se fue corriendo. Sentí que había sido mi oportunidad de acercarme a ella y que no había hecho lo suficiente.
Seguí con mi café y mis charlas, cuando de repente, alguien me dice: “Ya aprendí a escribir tu nombre”. En aquella hoja blanca se leían varios “LUIS” en señal de que se distanció de mí para poder practicar mi nombre. Desde ese momento se quedó conmigo para que le enseñe a escribir los demás nombres de los presentes.
En algún momento se acercó su mamá para saber en que andaba su pequeña niña y ambos le contamos de nuestra actividad. La madre se sorprendió y decidió realizar un pequeño juego para que su hija se luzca con lo aprendido. El juego consistía en que la pequeña debería adivinar el nombre del invitado que la madre le señalaría con su dedo.
Julieta no se pudo lucir realmente, era mucha información de golpe para una niña de tan sol 5 años. Pero si existía alguien con el cual ella podría lucirse, era conmigo y mi nombre.
Después de algunos errores de Julieta, la madre apunta su dedo hacia mí. No podía fallar, ella sabía mi nombre, ella me lo había preguntado, yo se lo había enseñado, ella lo había practicado y habíamos pasado horas jugando juntos. Pero Julieta se equivocó, no dijo: “Luis”, dijo: “Papá”.
Inmediatamente la madre la corrigió aclarándole que yo no era “Papá” sino “Luis”, y obviamente el juego llegó a su fin. Nunca nadie me había dicho Papá.
Después la madre se acercó, y con mucha vergüenza, me pidió perdón por lo sucedido. Obviamente le dije que no hacia falta y que para mí había sido un gesto muy dulce.
Yo no conocía a la madre ni a la niña hasta ese día, así que no sé si el padre existía o que protagonismo tenía, pero se ve que mucho no.
Pasado el “mal entendido”, me quedé un rato más en el cumpleaños hasta que decidí retirarme. Empecé saludando a los adultos, pero no le tomó mucho tiempo a Julieta entender que me estaba yendo.
¿Cómo explicar una escena en la cual una niña de 5 años viene llorando a abrazarte para que no te vayas?
No me podía ir, simplemente no podía. Esperamos unos segundos hasta que la mamá mirándome, de manera cómplice, dice: “No llores Julieta, que él vuelve. Va al kiosco y vuelve ¿No es cierto Luis?”. Nunca una simple y piadosa mentira me costó tanto.
Mientras bajábamos por el ascensor, mi compañero se sorprendió de que Julieta no me hubiese regalado un dibujo después de tan afectiva despedida. Y tenía razón, Julieta no me regaló ningún dibujo, pero me regaló otra cosa, algo original y que jamás olvidaré, me regaló un: “Papà”.
Julieta me regaló el poder sentirme Padre, aunque sea, lo que dura un mal entendido.