lunes, 16 de enero de 2012

Helados de arena

Tenía apenas 3 años y asistía a aquel jardín todos los días.  Pertenecía a “La sala amarilla” donde jugaba y me inculcaban a ser un ciudadano modelo con el resto de mis compañeros. A veces las cocineras me llamaban a su cocina, de manera prohibida, para regalarme autitos y chocolates, como si mi cabellera rubia pudiera comprar cosas.
En los recreos íbamos al arenero donde nos deslizábamos por el tobogán, nos hamacábamos en las hamacas y demás. Pero también usábamos nuestra imaginación. Habíamos creado una heladería detrás de un árbol donde vendiamos helados de arena de todos los sabores habidos y por haber utilizando un banco como mostrador.
Fue en aquellos recreos de heladero cuando me enamoré perdidamente de ella. No me acuerdo su nombre, sólo de su belleza. Una hermosa, fina y discreta morocha.
Nunca le dije nada. Nunca me animé. Pasaban los días y en cada recreo le vendía un helado de arena. Sin embargo, en aquella transacción material imaginaria, vivíamos nuestros encuentros ocultos detrás de aquel árbol cómplice. Las palabras eran pocas: “Hola ¿De qué sabor quiere?” y ella decía: “De dulce de leche”. Pero todavía faltaba el momento culmine, que era cuando pagaba y yo recibía aquel dinero invisible, tan invisible, que nuestras manos se llegaban a tocar. Para mí, eso era todo. Después, al finalizar el recreo,  nos desocultábamos del árbol para volver a clase.
Ser el rubiecito corte taza, no sólo consistía en recibir regalos de las cocineras o vender helados detrás de un árbol, también era ser elegido para las obras de fin de año.
Aquel año teníamos que representar un baile de la época colonial. Iban a ser sólo dos parejas con módica vestimenta y con la bandera Argentina de fondo. La maestra se paró delante del curso y comenzó a elegir a los bailarines. Primero, seleccionó a los hombres, un amigo mío y a mí.  Ambos subimos al escenario para familiarizarnos con él, y también, para esperar ansiosos a nuestras compañeras. Casi como representando a Afrodita, la maestra escogió a mi enamorada para que bailara conmigo. No pude decir nada aunque mi corazón gritaba de alegría.
Poco me acuerdo de aquel baile colonial. Seguramente hubo poco y nada de ensayo, ya que la idea era que los mayores vean a niños de 3 años intentando bailar, y eso ya era gracioso para ellos.
Pero más allá de la obra, y de la diversión de los mayores, yo estaba bailando con ella. Mis pequeñas manos sobre su cintura la mantenían tan cerca de mí, que podía escuchar su corazón y sentir su respiración. Yo, que nunca me había animado a decirle nada, que sólo podía tocarle la mano escondido detrás de un árbol, de repente estaba abrazándola, bailando en medio del escenario en frente de todos; con una gran música, luces que nos iluminaban y aplausos mayores que nos guiñaban. Aquel baile fue para mí, como si me hubiera casado con ella, como si nos hubiéramos presentado en sociedad, como si hubiéramos blanqueado nuestro amor y gritado a los cuatro vientos que éramos el uno para el otro.
Girando y girando guiado por su cintura, sintiendo su respiracion en mi cuello, escuchando aquella bella música. No había dudas. ¿O el amor podía ser otra cosa?
Días más tarde, en la casa de mis abuelos, mi tío me preguntó si estaba de novio. Yo le contesté que sí, pero que ella todavía no sabía…

foto: Edouard Boubat

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